Canónico es un artista asturiano, hijo de padre malagueño, que conoce Málaga por la vertiente visceral de la sangre. Si aquí vivimos en una realidad desmentida, él conoce esa realidad; si aquí nos pasamos la vida atados al concilio de las estrellas, él también lo hace, busca en sus esculturas los rumbos de arriba, con el velamen abierto del espíritu.
Me ha pedido que presente su obra, sin tener yo otro merecimiento que acaso su gratitud, por lo que dije de su exposición de esculturas del pasado año. Pero la obra en sí me eximiría de este compromiso si no fuera porque Canónico merece de nosotros unas palabras de agradecimiento. Y cualquiera vale para darle las gracias a Canónico, si es que las da tiene a Málaga como su amor predilecto.
Cuando el lunes pasado vi la esfera por primera vez, el rostro de Picasso me impuso la ley de su profunda mirada. Los tonos encendidos, las refracciones de sus colores; cada músculo, como disuelto por los verdes, amarillos y grises; sus respectivas degradaciones hacia la sublimación picassiana; las sutiles soluciones de la obra misma, confieren a esta la constitución animada e imposible del genio muerto, la vuelta del perdido rostro, inundando de fuerza y eternidad.
Y no nos abandona esa mirada, que el artista ha puesto en el orbe azul e infinito. Desde cualquier ángulo, Picasso nos sigue y persigue, nos para y emociona. Ojos dislocadamente abiertos, que taladran la atmósfera, que golpean la frente pasiva de la gente y que poseen por eso la permanente irritación de los genios, con el extraño hieratismo de lo pagano. Una mirada que traspasa las formas y unos ojos que vienen de muy lejos, como de otra constelación de ideas.
No se muere tampoco la carne de su rostro. Canónico le ha puesto pasillos difundidos de luz, lo ha hecho aire controlado, sujeto al ritmo leve de los músculos. Y corre la sangre de los colores, se cuela el sol, anida el parpadeo de las estrellas. Es el genio traspasado a ese orbe infinito de los azules.
Ni de ausencia de luces. A oscuras la sala, allí estaba el rostro de Picasso, en la noche intemporal, revelado cual sudario para el arte por esa sonda azul llena de regresos que somos.
Si aquí, dentro, acaso angustiada, vemos la obra tan rica en formulaciones mediterráneas, tan representativa del más universal de los malagueños, habrá de preguntarse qué no será emplazada en los jardines de su nombre, bajo el sol de nuestra Málaga, al relumbre de las estrellas colándose por los ojos abismales del genio.
Obra de profundas síntesis, para esta Málaga capaz, por qué no, de valorarla en todo lo que vale. Y también de sentirla como suya, de hacerla suya. La esfera de Picasso, esta creación que solo el amor de un artista puede hacer, debe quedar en Málaga con su reloj de sol y su paloma de la paz, según la inspirada idea de Canónico. Ahora se han cumplido los 97 años del nacimiento de Picasso y la oportunidad de su feliz memoria nos viene otra vez a las manos.